A 2 décadas de haberse iniciado en todo el mundo el proceso de privatización de las empresas públicas de electricidad, los resultados difieren con las promesas hechas a millones de personas, sobre todo de escasos recursos: salvo contadas excepciones, las tarifas no han bajado ni el servicio ha mostrado mejorías y, por el contrario, como sucedió en octubre pasado en Buenos Aires, Argentina, las fallas en el suministro por la baja calidad en el servicio ocasionada por la disminución de costos sumió en el caos a más de 250 mil usuarios, como ya había ocurrido con el colapso eléctrico registrado entre octubre y diciembre de 2001, en California, Estados Unidos, por la firma Enron que ocasionó racionamientos y costosos apagones a miles de consumidores.
Todos los procesos tienen como directriz global las políticas impuestas de manera unilateral por organismos como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), pues en ningún país donde se han echado a andar tales reformas los ciudadanos han podido expresar su opinión o al menos han sido consultados. Sus gobiernos han actuado inclusive al margen de sus propias leyes para imponer un modelo que ahora debe revisarse a fondo por los altos costos sociales y económicos que ha implicado para decenas de naciones, pues los ganadores han sido unas cuantas empresas trasnacionales que, amparadas en la ausencia de mecanismos de regulación, han impuesto las reglas del mercado a su conveniencia.