(III y última: Una utopía la promesa de bajar tarifas de luz)
En el campo de las paradojas que ha caracterizado en las últimas tres décadas a la tecnocracia en el poder, se ha generado un evidente desbalance entre lo planteado por los tratados internacionales en materia de derechos humanos y las directrices impuestas por los organismos financieros; en ambos casos, nuestro gobierno firma acuerdos globales, con la salvedad de que mientras a los primeros les da un uso cosmético para mostrar al exterior una aparente imagen de respeto a las leyes en la materia, dejando su cabal cumplimiento en el armario de los buenos deseos, a los segundos no les regatea ni un ápice en su escrupulosa aplicación y seguimiento, aunque esto conlleve un impacto negativo en el nivel de vida de millones de personas.
El tema de la electricidad como un derecho humano, profusamente establecido en los diversos pactos expedidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otros organismos, como medio indispensable para el desarrollo integral de millones de habitantes, aún es letra muerta en México, como lo muestran los incrementos a las tarifas de la luz que desde el cierre de Luz y Fuerza del Centro, en octubre del 2009, han sido constantes, impactado tanto a la población de escasos recursos como a las pequeñas y medianas empresas, lo mismo que al comercio y otras ramas de la actividad económica.
Elevar a rango constitucional los derechos humanos, incluyendo en la redacción del artículo primero constitucional a los tratados internacionales, no garantiza que los mismos se cumplan, pues se carece de los ordenamientos que especifiquen la ejecución de derechos tales como el acceso a la electricidad, y en otros que sí están contemplados como el derecho a la salud y una educación pública de calidad, sucede que en el papel se dice una cosa pero en los hechos se aplica otra muy distinta.