Pedro Miguel La Jornada
La condena por genocidio que cayó el viernes pasado en Guatemala
sobre el general Efraín Ríos Montt –emblema del sadismo cuartelario
contrainsurgente que azotó a América Latina en los años 70 y 80 del siglo pasado
en el contexto mundial de la guerra fría– fue recibida en México con esperanza y
con renovada simpatía hacia las víctimas de las dictaduras militares en el país
vecino. No era para menos porque es un acto de justicia y de civilización, y
porque abre un boquete histórico en las paredes de la impunidad y sienta un
precedente para castigar a los muchos otros asesinos de masas que se han
encaramado, de la forma que sea, en el poder.
Además, el fallo era inevitable, hizo voltear la vista hacia los esfuerzos –estériles, hasta ahora– para sancionar a algunos de nuestros propios gobernantes asesinos, desde Luis Echeverría, ejecutor de la guerra sucia, hasta Felipe Calderón, pasando por Ernesto Zedillo, responsable de varias masacres campesinas. También es inevitable que la frustración se centre sobre todo en el segundo, no sólo porque la guerra que él organizó sigue su curso implacable en el país –aunque la actual administración le haya metido sordina– sino también porque los muertos de su responsabilidad suman decenas de miles.
Sin duda, Ríos Montt y Calderón Hinojosa son individuos y casos muy distintos. Por ejemplo, el primero se graduó en la tristemente célebre Escuela de las Américas, donde maestros ex nazis y torturadores instruían a aspirantes a gorilas, mientras el segundo estudió en la Escuela Libre de Derecho.
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