Calderón ya no tiene la fuerza política suficiente para sostener una guerra
contra el narcotráfico que ha fracasado, y ahora pretende reacomodar sus tesis bélicas originales mediante diálogos selectivos. Con la idea de distribuir responsabilidades democráticamente
entre una sociedad a la que no tomó en cuenta para declarar hostilidades irreflexivas y faltas de estrategia, ni ha escuchado a lo largo de casi cuatro años de horror, el comandante en jefe del combate sesgado al mercadeo de drogas se transforma en escucha y polemista, en anfitrión de ideas ajenas y ejecutor de decisiones muy suyas, en cuidadoso analista de las causas de la desgracia nacional que no atina a adjudicarse a sí mismo sino que ahora pretende repartir mediante aperturas
al debate que transcurren modosas mientras la violencia y el descontrol siguen extendiéndose por todo el país.
Lo peor para ese proyecto felipista de relanzamiento táctico después de las elecciones estatales que finalmente perdió en su gran mayoría, es que los propios invitados a las sesiones oficiales han criticado a fondo diversos aspectos del plan calderonista e incluso han puesto sobre la mesa de discusiones la posibilidad de la legalización del consumo de drogas en México, tesis contrastante con los esfuerzos de confrontación armada desarrollados por Los Pinos, pero que finalmente ha aceptado en grado de hipótesis a analizar. Luego de 28 mil muertes que el gobierno federal adjudica a ojo de buen cubero a asuntos de narcotráfico, sin realizar averiguaciones previas verdaderas ni someterse al sendero procesal obligado que sólo a su final puede permitir que una autoridad sostenga lo que entonces ya sería una verdad jurídica, el felipismo cree oportuno reconsiderar, tomar en cuenta opiniones ajenas, ver desde ángulos diversos el mismo problema e incluso considerar, ¡faltaba más!, la posibilidad de legalizar la materia de lo que hasta ahora ha sido el eje del mal aprovechado por el sexenalismo fallido para desatar un belicismo de ocurrencia.