
Pero también están aquellos que son exactamente lo contrario. Los que dan gusto. Los que causan alivio. Los que nos hacen exclamar un relajado “¡por fin!”… aunque de momento no se sepa qué es lo que vendrá después…
El adiós a Felipe Calderón es de estos últimos.
Un adiós que debe obligarnos a reflexionar para no repetir la triste experiencia de sus terribles seis años como ocupante de Los Pinos.
Una ocupación político-policiaca-militar de la residencia presidencial que nos ha costado, dicen los últimos recuentos, más de 100 mil muertos, muchos millones más de pobres y un desencanto de la política y de los políticos –por su falta de resultados-- que tampoco tiene parangón.
Un adiós a la ineficacia y a la ineficiencia. A la doble moral. A la arrogancia. A la corrupción. Al cuatachismo infantiloide. Al redivivo “ni los veo ni los oigo” y por eso hago mi santa voluntad.
Un adiós como el que escribió el poeta chileno Aristóteles España al dictador Augusto Pinochet:
Gran desafío para un poeta decirle adiós a un Dictador. No a través de un poema como los de Ernesto Cardenal a Somoza, en la década del 70, cuando lo despedía del universo a punta de fusil, sino en forma de crónica al sátrapa local que ronda en la memoria desde hace más de 30 años y nadie se atrevió a encarcelarlo por sus crímenes. Digo nadie, porque así fue. Por mi parte le digo Adiós Chacal, Adiós Pequeño y Venenoso Buitre.
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